Obama: «Rece por mí y por mi familia»

Esto lo decía, el miércoles pasado, el presidente de Estados Unidos, Barak Obama, al papa Francisco. Se estaban despidiendo: “Muchas gracias”, le dijo el presidente, en castellano. Y luego, volviendo al inglés: “Por favor: rece por mí y por mi familia. Ellas están conmigo en este ‘camino’; mis hijas y mi mujer me apoyan”. Y ya está. Y ya estaba la audiencia que ha resultado ser la más larga que ha concedido el Pontífice a un presidente de gobierno, y ya estaba, también, el contraste entre un hombre marcado por la sencillez de coches utilitarios y austeridad en las formas de hacer, y otro, seguido por una comitiva de veintiséis coches y ocho motocicletas, que iba a Roma a conocer a alguien que admira. El encuentro entre el político que necesita el beneplácito de sus ciudadanos y el papa que no busca contentar más que a Aquel que lo ha elegido como sucesor de Pedro.

Así fue, el miércoles, allá por las once de la mañana, y si no fuera porque ya estamos acostumbrados a ese God save the United States of America tanto usado en el cine de Hollywood, diríamos que Obama sólo fue a buscar el cada vez más influyente voto católico –sin ir más lejos, no olvidemos que el vicepresidente Joe Biden es católico–; y, efectivamente, busca votos, pero no solo. Obama –protestante, del sector más supuestamente antipapista– realmente admira a Francisco y es un hombre que no tiene ningún problema en citarlo y nombrar a Dios en sus discursos.

Mientras tanto, me viene la envidia de ver que aquí –en muchos países de Europa, pero concretamente en estas tierras que llaman de Santiago–, parece que nuestros políticos tengan miedo de hacer una referencia a Dios, por exigua que sea, ya que, si lo hacen, son tachados de conservadores y retrógrados, a una enorme colección de absurdos insultos más propios de épocas dictatoriales, que de una sociedad democrática y libre. Es la “dictadura del relativismo”: todo vale, pero dentro de unos parámetros. Unos parámetros que se han quedado anclados en el ilustrado siglo XVIII y la Revolución Francesa –que, no lo olvidemos, comenzó con una Misa al Espíritu Santo.

¿Qué nos pasa? ¿No podemos ser como nuestros homónimos italianos –quizás la única o de las pocas excepciones europeas en este aspecto–, que no tienen pelos en la lengua si tienen que decir que son comunistas, pero, ante todo papistas? O, ¿qué decir de Marcello Pera, antiguo presidente del Senado italiano, agnóstico convencido, que defendió con el entonces cardenal Ratzinger las lógicas raíces cristianas del Viejo Continente? De verdad creemos que “libertad, igualdad y fraternidad” son fruto de una nada teórica?

Me parece que nos faltan gobernantes que crean en Dios o que, al menos, tengan sentido común: tiene mucho que ver. Pensemos, sino, “a la gallega”: unos autobuses decían que probablemente Dios no existe y, por tanto, hay que vivir despreocupado; ante la duda, hagámoslo al revés: ¿Y si existe ese Dios creador de todo, omnipotente y padre, de los cristianos? Si es así y no creemos en Él, nos estamos perdiendo una de las verdades más fundamentales de nuestra vida. Ser valiente es pensar que es posible y que hay que descubrirla, ¿no? Es ser auténticamente revolucionario –universitario. Darle la espalda, despreocuparse, es no atreverse a averiguar quién somos.

No me extrañaría que, si Barak Obama hubiera sido el presidente del país de los periodistas recientemente liberados Javier Espinosa y Ricardo García, en sus palabras de alegría daría públicamente gracias a Dios: ser religioso no es una cuestión de izquierdas o de derechas. Sin embargo, aquí, las cosas no van así. Seguimos arrastrando una historia, y me parece que el siglo XXI debería ser el del verdadero progreso en libertades y democracia, que van mucho más allá de las ideologías.

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