17 Mar Divinamente humanos
El martes pasado conmemorábamos los diez años del penoso atentado del 11M en los trenes de Atocha, en Madrid, que nos dejó consternados a todos. Desde ese día, la política española dio un giro totalmente inesperado y, por supuesto, la vida de muchas familias se vio alterada. Murieron cerca de doscientas personas, y más de dos mil resultaron heridas o sufrieron lesiones de mayor o menor consideración. Desafortunadamente, algunos –de colores muy variados– aprovecharon esta desgracia para defender sus opiniones y, a menudo olvidando a las víctimas, se dedicaron más a hacer de altavoz de ideas que de personas que buscan preocuparse por sus conciudadanos.
Diez años después se sigue reclamando justicia, y es importante que se haga, pero es importante también que sepamos perdonar. Y para perdonar, hay que olvidar. Es común oír la frase de “perdono, pero no olvido”, pero es una contradictio in terminis.
Un ejemplo muy claro y aún reciente es el que nos ha dejado el presidente Mandela –Madiba– que, después de casi treinta años encarcelado y de sufrir todo tipo de vejaciones y de ser tratado como menos que un animal se superó a sí mismo –lo que le decía el primer impulso– en bien de un pueblo que también había sufrido mucho. O guerra civil, o perdón. Y decidió perdonar. Perdonar y olvidar: ¿tendría sentido haber perdonado e ir de calle en calle recordando el daño que me han hecho los blancos con los que comparto –ahora sí– acera? Perdonar significa poder mirar a los ojos de quien es diferente a mí, aunque en el pasado me haya hecho mucho daño.
En Cinco minutos de gloria, Liam Neeson es un antiguo terrorista del IRA que, arrepentido de los asesinatos perpetrados, y después de haber cumplido condena, tiene –gracias a un programa de la televisión inglesa– la oportunidad de estar cara a cara con el hermano de un chico al que mató a sangre fría. Es el momento de buscar la reconciliación con el joven que a pocos metros de distancia vio asesinar a su hermano treinta años antes. Tiene cinco minutos para pedirle perdón, y el otro, cinco minutos para concedérselo o… hacer lo que realmente desea desde hace treinta años: acabar con la vida de quien le ha fastidiado la vida entera.
No es momento de explicar la trama de esta gran película, pero la quería recordar brevemente porque me llamó la atención una cosa: en ningún momento se dice “perdón”, pero sí se ven los efectos de olvidar los agravios, a veces muy grandes: la liberación.
Sólo Dios puede perdonar –¡no en vano se escandalizaban, los fariseos, del Maestro de Nazaret!–; por eso, cuando perdonamos somos, en cierto modo, divinos. Perdonar nos hace divinamente humanos y, por tanto, libres. Debemos pedir justicia, sí, pero es verdad también que llega un momento en que debemos saber olvidar y perdonar y poder, así ser realmente otra vez nosotros mismos.
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