Dieter Wendland: Vivir en Berlín del este era una situación asfixiante

“Imagina que, de repente –de la noche al día, porque así fue–, aparece tu calle partida en dos: de un lado, la gente mira sorprendida, pero hace vida normal; del otro, el mundo está encerrado. Separados por un gran muro con alambres, perros de caza, hombres armados y… quien intentara cruzarlo, sería automáticamente fusilado”. 

Así describía, Dieter Wendland, diseñador y fotógrafo berlinés, la noche del 13 de agosto de 1961. Tendría, entonces, 12 ó 13 años. Su familia quedaba dividida: él, con sus padres y dos hermanos, en el este; y al otro lado, un hermano. “No había forma de contacto posible; excepto las cartas y –casi nunca– por teléfono”…

Todo esto lo contó Wendland en la UIC, un día de noviembre de 2009, mientras conmemorábamos los 20 años de la caída del muro más negro de la historia. Ya han pasado cinco años y hoy, domingo 9 de noviembre, celebramos el primer cuarto de siglo de la liberación. En +1 nos ha parecido una buena ocasión para recuperar una entrevista –de verdad emocionante– que le hice entonces y, en parte, fue publicada en Newsuic, la genesis de +1. Un testimonio muy humano de una persona –y, como él, muchas otras familias– que tuvo que estar casi treinta años cerrado entres los límites fronterizos de su ciudad, y en peligro constante de ser “castigado”.

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Dieter Wendland no era –ni es– un hombre de guerra, sino de paz. Por eso, quiso emular en Berlín la “oración por la paz de los lunes” que, desde 1982, organizaba semanalmente el párroco protestante Christian Führer en la iglesia de san Nicolás, en Leipzig. Las de Führer comenzaron por ser manifestaciones muy silenciosas –no más de 10 personas–; pero el 4 de septiembre de 1989, cuando las imágenes televisivas de quince segundos de una pancarta pidiendo “un país abierto y con gente libre” corrieron por todo el país, la situación se hizo incontrolable. Todo el mundo quería estar en Leipzig: en octubre se reunieron más de 50.000 personas y el gobierno de Honecker no pensaba quedarse de brazos cruzados…; pero tampoco pensaba en una “resistencia” con velas… Ni la de Berlín, desde la iglesia de Getsemaní. 

¿Cómo reaccionaría el gobierno ante las manifestaciones de los lunes en Leipzig? No lo sabíamos. ¿Dispararían contra nosotros, como ya hicieron en 1953 o como había ocurrido hacía poco en Tiannamen? Se hablaba de la “solución china” y, lógicamente, teníamos mucho miedo…. Pero, gracias a Dios, no hubo nada de eso: cuando en la iglesia de Getsemaní, el día 9 de octubre del 89 –justo un mes antes del fin de ese suplicio–, ante casi tres mil personas, pudimos anunciar que en Leipzig, aquél día, no habían disparado –en realidad todo estaba preparado para poner un fin sangriento a la manifestación–, la gente se alborotó. Imagínate: cánticos del “Dona nobis pacem”, gente con velas en las manos gritando a la policía: “¡no a la violencia!”…; era sobrecogedor.

¿Rezaron para que llegara ese momento y pudieran ver caído el muro?

Por supuesto que algunas veces rezamos para que mejoraran las condiciones políticas, y en esa oración iba incluida la apertura de la frontera; pero concretamente, para que el muro cayera, no. Era mucho más lo que necesitaba la RDA: se trataba de encontrar la verdad en la vida cotidiana, la libertad de palabra, de pensamiento y, con ello, la verdad de las personas que tras cuarenta años en la RDA ya no estaban dispuestas a vivir amaestradas. La apertura del muro se dio más bien casualmente…

¿Cómo era la vida ahí?

Vivir en Berlín Oriental era una situación asfixiante. Si no fuera por el apoyo de los amigos y la familia, hubiera sido imposible aguantarlo. Mi hermano fue condenado a prisión dos años y medio por –según decían– “calumnias al estado”. Era un asunto completamente ficticio. Siempre nos quedábamos en casa porque sabías que fuera había enemigos; alguien que te espiaba. Incluso entre los amigos podía haber gente que informara.

¿Qué tipo de información pasaban?

De todo. Desde conversaciones que teníamos por teléfono o por la calle, a cosas tan absurdas como lo que leímos en los documentos que tenían los servicios secretos sobre mi mujer: “ha colgado ropa a secar en el balcón”. ¡Era absurdo!…; pero era así.

¿Se daban plena cuenta de esta situación?

Sabíamos que nos espiaban, pero no teníamos ni idea de las dimensiones a las que llegaba ese espionaje. Cuando lo supimos, nos asustamos mucho y, en parte, nos entristeció. En mi documentación, en lo que existe de mí, se ve que había diecisiete personas informando sobre mi vida. Y mientras yo lo leía, a mi lado había una persona leyendo su información y llorando. En los textos se proponían medidas que había que tomar contra las personas. Cosas como “entrar en la vida íntima de las personas y disolverlas”. ¡Qué significaba eso de “disolver”? Incluso el lenguaje que se utilizaba nos asustó mucho.

No es para menos…

Quería crearse un nuevo estado socialista alejado de la URRSS. Pero muy pronto, esa euforia de los 40 cedió a una situación de crisis total. Sin la Unión Soviética, la RDA no podía sostenerse. Entre los años 53 y 61 hubo tres millones de personas que consiguieron pasar de la parte oriental de Berlín a la occidental para, luego, huir o emigrar –como se lo quiera llamar– a la RFA. Muchos más lo intentaron sin éxito: en coche, con escaleras, vehículos voladores de todo tipo… Unos, fusilados; a otros se les implantaba unos castigos draconianos; “violadores de las fronteras”, se les llamaba. La pésima situación económica llevó a las negociaciones con la Alemania Occidental: petróleo, carbón… Además, desde esa Alemania se intentaba sacar a los encarcelados injustamente, pagando por ellos entre 20 y 120 mil marcos alemanes [un marco alemán de entonces costaba unas 80 pesetas]. Ni siquiera el gran crédito de mil millones, otorgado por occidente en 1981, sirvió para recuperar la situación económica.

¿Y por qué no hacían nada?

Piensa que eso no era como Barcelona, donde puedes levantarte cada mañana e ir a tomar un café con tus amigos y pasear por donde quieras… Viviendas vacías, faltaban médicos: la vida social se iba deteriorando poco a poco. No se podía organizar nada con sentido y los que realmente eran capaces de asumir riesgos, intentaban irse o tenían dinero para pagar la salida al gobierno…

Pero hubo un momento que sí comenzaron a reunirse…

La situación era cada vez más insostenible, y la fe y la oración dieron la fuerza para tomar decisiones, para actuar. A finales de los 70, principios de los 80, muchos buscaron espacios de diálogo dentro de comunidades protestantes, en las iglesias. La frontera no era lo único que nos encerraba: era la situación en su totalidad. Nos animábamos y buscábamos motivos por los que luchar y vivir. En esa situación nos agarrábamos fuertemente a la Biblia y su buena nueva nos llevaba a conservar lo creado. Piensa, por ejemplo, que en el Berlín de entonces se usaba fundamentalmente el carbón, y la contaminación era espantosa: ¡se olía! No era, por tanto una elección entre el comunismo y el no-comunismo. Íbamos mucho más allá. La gente buscaba respuestas, y para dar respuestas, la gente necesita libertad. La libertad de haber sido aceptado por Jesucristo, sin ningún tipo de acepción, ésa libertad no hay quien la supere.

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¿Qué hacía el gobierno?

Honecker estaba convencidísimo de que íbamos por el buen camino hacia el socialismo y que, por lo tanto, todo pasaba por ahí. Pero, el país estaba cada vez peor y el pueblo quería más. Todos los años, el 8 de enero había manifestaciones oficiales en recuerdo de Rosa Luxemburg. En 1988, aparecieron unos manifestantes que, al margen de la oficialidad, llevaban una pancarta citando a Luxemburg: “la libertad solo existe si realmente es libertad para el que piensa de otra manera”.

Eso fue una gota que colmó el vaso…

Sí. Después Hungría abría las puertas hacia Austria, con lo que un éxodo de alemanes salía hacia la RFA por ahí. Cuando Honecker cerró las fronteras, cerca de cinco mil personas se refugiaron en la embajada de la Alemania Occidental, en Praga. Por si fuera poco, en esos momentos se celebraban los 40 años de la constitución del país y todo el mundo retransmitía en directo lo que estaba pasando: miles de personas comenzaron a manifestarse en torno al lugar donde se estaba conmemorando el aniversario. Hubo más de mil detenciones, muchas de ellas, personas que no tenían nada que ver, pero que estaban ahí. Fueron maltratadas: se vio cómo pegaban, con toda la intención, al estómago de una mujer embarazada; trataron a las personas como animales…

Y entonces…

Entonces sucede lo que todo el mundo conoce del 9 de noviembre de 1989. Por un malentendido sobre quién era el responsable de autorizar que alguien viajara, en un momento determinado, a occidente, se comenzó a reunir mucha gente frente a los pasos fronterizos. Miles de personas que exigían pasar porque –decían– “el gobierno de este país ha declarado que podemos viajar donde queramos”.

¿Así? ¿Sin más?

Hay que imaginarse la situación: puestos fronterizos cerrados; el muro; el alambre de espino; la vigilancia… Y varios centenares de personas que se acercan. Los guardias no sabían nada de lo que les decían, y al teléfono, nadie respondía. Ningún responsable; miles de personas. Cada vez más. ¿Qué hacer? O disparar y provocar una sangría, o abrir.

No hubo sangría

Cruzamos la frontera, en medio de una masa de gente absolutamente eufórica que veía que nadie impedía la salida. Era una locura. La única pregunta que nos hacíamos era: “¿por qué ha durado 40 años? ¿Por qué no habíamos venido antes a decir que nos dejaran pasar?”.

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