La breve eternidad

Pep era pequeño. Pequeño como su nombre: tres letras que, con su corta vida, han llenado de vida a todos los que, de una manera u otra, lo hemos conocido. Y la caja también lo era: pequeña y blanca. Debería haber sido un día triste, pero, curiosamente, había paz. Cuando se va alguien que amas, es triste. Porque te enfrentas con la muerte, que nadie quiere. Quizás estábamos cerca de un centenar de personas: uno me comentó –médico, él– que nunca había visto tantas personas en el funeral de un niño.

Los padres de Pep –antiguos alumnos de la UIC– supieron que su segundo hijo nacería enfermo. Enfermo del corazón y con síndrome de Down. Lo sabían y –si realmente se pudiera medir el amor– eso les llevó a amarlo aún más: en ningún momento se les pasó por la cabeza que fuera mejor poner fin al sufrimiento.

Así, como si se tratara de un milagro, Pep nació y, según lo previsto por los médicos, a las pocas horas, comenzaron una serie de idas y venidas de casa al hospital que durarían casi los cuatro meses que vivió, mayormente entubado y lleno de cables.

Vistas las cosas de tejas abajo, se diría que ha sido la peor época vivida por estos padres. Pero nada más lejos de la realidad –visto lo que escribió ella, una semana después de la muerte–: “Sólo nos queda dar gracias, porque nos has descomplicado la vida, nos has ayudado a ver las cosas con más fe y optimismo, has sido una luz en nuestras vidas. Breve pero intensa. Has sido una estrella fugaz que ha dejado un enorme rastro y nos has dejado a todos embobados en tu camino al Cielo”. Y él escribía que Pep “ha estado cuatro meses enseñándonos que la alegría no depende de las circunstancias”.

Vivimos en una sociedad de contradicciones en la que, mientras alabamos que haya empresas que permitan la inserción laboral a personas Down, a menudo nos parece totalmente lógico y piadoso aceptar no dejar vivir a los bebés que nacerán con esta u otras anomalías, autoconvenciéndonos de que “pobre de él, no podemos hacerle eso”, mientras miramos hacia otro lado.

En realidad, nos falta la valentía de tantos padres como los de Pep que, superando su egoísmo instintivo –lo que nos es más cómodo–, se dan cuenta de la suerte que tienen de poder amar tanto. Estos niños –y no tan niños–, marcados por la dependencia y por el esfuerzo, “viven –en palabras del escritor inglés Joseph Pearce, hablando de su hijo en su autobiografía que recomiendo vivamente– del amor y para amar”. Su vida es necesaria para mostrarnos que lo que vivimos tiene un sentido que va mucho más allá de lo que somos y tenemos. El sentido de la vida no es sólo la vida misma, concreta, sino lo que Dios hace con ella y con todas las vidas que la rodean. La escultura que se extrae de un bloque de mármol de la que hablaba el gran Michelangelo Buonarroti.

Encima de aquella pequeña caja blanca que encerraba el pequeño cuerpo de Pep, había la fotografía de un niño sonriente. Una sonrisa que nos habla de cómo los breves cuatro meses de Pep han sido una paradójica eternidad.

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