Políticos cortoplacistas

Decía, el-que-quiere-ser-presidente, que necesita un mes —hace ya dos semanas— para tratar de llegar a acuerdos y acabar siendo investido. Lo decía el que dirige un partido que ha tenido el peor resultado de su historia. Pero que da igual; que todo es cuestión de acuerdos: “¿Que, tú, qué quieres? ¿Esto? —Vale, pues te lo doy, pero tú a cambio me votas, ¿estamos?”. De pactos o de ventas, y vamos que tenemos que hacer más famosa la máxima que dicen que decía Groucho Marx: “Tengo estos principios. Si no le gustan, tengo estos otros”. Y “que no; que no me aliaré con el otro, porque está sucio de arriba abajo, y porque me insulta y, si me recibe, ni me mira; y porque no. Y ya está”.

“Y no respiro”, debería terminar diciendo, y yo pienso que tal vez sería la mejor solución para esta política que parece un juego de niños, no de unos hombres que —dicen— quieren sacar un país adelante. ¡Y un comino!: de unos hombres que quieren sacar unas ideologías adelante —sean del color que sean—, por encima de cualquier interés común.

Nuestra política —corrupta de arriba abajo, sí, sí— sobre todo huele mal porque ellos —los políticos— tienen la mirada puesta en un único horizonte de cuatro años vista que, de hecho, acaban convirtiéndose en dos, en el mejor de los casos: durante el primero, estabilizan la victoria; en los dos siguientes, ponen en práctica su (no)-programa, y el tercero es un momento para enfocar las elecciones y, por tanto, no pueden hacer gran cosa, no fuera que perdieran votos por alguna parte. Así, si hacemos los cálculos, al señor-que-quiere-ser-presidente solo le quedarían tres de estos cuatro años y, como los suyos tienen la insana costumbre de modificar todo solo porque lo han hecho los-que-no-quieren-ni-ver, los números se hacen aún más limitados…

¿Por qué no ven —no quieren verlo—que, hoy por hoy, España es un país totalmente insostenible? En un crecimiento de población piramidalmente inverso, el llamado “estado del bienestar” tambalea por todos lados. ¿Alguno de los que leen estas líneas piensa —y de verdad se lo cree— que, al llegar a los sesenta y tantos, cobrará la jubilación? ¿De dónde? ¿De los “pocos” que trabajarán, en comparación con los muchos que reclamarán ese dinero?

España necesita un gobierno fuerte, que tenga lo que hay que tener para acordar grandes pactos. Que ponga punto y final a las absurdas idas y venidas en la educación y que se dejen de puñetas ideológicas y miren qué se hace fuera —¿no nos hemos estado mirando el ombligo ya demasiado?, ¡por favor!—; que pongan al día la Constitución si, como parece, es necesario; que ayuden de verdad a la familia —y las familias grandes—, la única que de verdad puede hacer un país sostenible —¡que no es una cuestión de derechas o de izquierdas, sino de números! Miren, si no me creen, a la vecina y “laica” Francia—; que faciliten la inserción laboral y la consecuente baja de maternidad a la mujer embarazada; que no pongan tantas trabas para los matrimonios que quieran adoptar y no se dejen guiar por lo que conlleva el gran negocio del aborto y del cada vez más beneficioso negocio de las “mujeres subrogadas”…

Es el momento de acabar con tanto político cortoplacista que solo piensa y actúa por su partido, y no, en realidad, por el bien de su país. Es muy triste que, en España, aún se siga arrastrando la mentalidad de pre y postguerra, donde pienses así, o pienses asá, serás etiquetado de una manera o de otra. Y mientras tanto, el mundo nos mira y se ríe —por no llorar—, preguntándose cómo es posible que sigamos con estos parámetros tan descabellados.

¡Ay, si levantara la cabeza Aristóteles!

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